Comentario
En los aledaños del milenario del nacimiento de Cristo, cualquier europeo iniciado en los arcanos de la alta política consideraba como tierras del Imperio aquellas situadas al Este de los valles del Escalda, Ródano y Saona. Al Occidente quedaba un territorio sobre el que los titulares de la novel dinastía Capeto ejercían como "suzeranos" eminentes. En realidad, la autoridad efectiva de Hugo Capeto -elevado al poder por sus iguales en el 987- era extraordinariamente reducida. En su activo estaban algunas villas herencia del viejo prestigio carolingio (Attigny, Compiegne...), un palacio en París y localidades de algún relieve como Orleans, Dreux, Etampes o Senlis. En cualquier caso, el dominio real se extendía por una limitada área entre las cuencas del Sena y el Loira. Incluso dentro de este territorio, los Capeto habían de compartir autoridad con los pequeños señores abroquelados en sus castillos convertidos en centros de frecuentes depredaciones.
La dinastía contaba, con todo, con algunas ventajas. A. Chedeville ha destacado cómo la Francia de fines del X estaba ya al abrigo de las invasiones e iniciaba una recuperación demográfica y una ampliación del espacio cultivado. Las ciudades se encaminaban a un lento renacer y trataban de insertarse en los entresijos de un sistema feudal que ideológicamente les era hostil. La caballería era la clase dominante pero iba evolucionando...
La monarquía Capeto supo explotar a fondo el indudable prestigio que daba la posesión de la Corona. Al asociar Hugo Capeto a su hijo al trono fijaba un modelo que permitiría estabilizar el sistema monárquico. Para legitimar su situación, los Capeto mantuvieron la ceremonia de consagración real en Reims mediante la incorporación de un santo crisma que la tradición decía había venido del mismo Dios en el momento de la conversión de Clodoveo. Unción y poderes taumatúrgicos otorgaban a los monarcas franceses un poder sobrenatural a los ojos de sus súbditos.
Con todo, por muy importantes que fuesen estas leyendas, no bastaban a los monarcas franceses para hacerse respetar de forma incondicional. Se requerían también otros medios para que su autoridad fuera obedecida en ese mosaico de Estados feudales que era Francia a la sazón.
Los cuatro primeros Capeto no dieron excesivo prestigio político a la dinastía. Cuando el segundo -Roberto el Piadoso- murió en 1031, Borgoña, penosamente disputada, fue a parar a su hijo menor llamado igual que el padre.
El mayor, Enrique, heredó el trono. Discutió con el emperador la suerte de Lorena y no fue muy afortunado en sus enfrentamientos con los feudatarios franceses. Uno de ellos, Guillermo el Bastardo, duque de Normandía, le infligiría una humillante derrota en Mortemer (1O54). De su unión con la princesa rusa Ana de Kiev, nacería el cuarto Capeto: Felipe I.
Su reinado (1060-1108) se inició con la regencia de su tío Balduino de Flandes. Su mayoría de edad estuvo marcada por fracasos de todo signo: permaneció indiferente ante la conquista de Inglaterra por los normandos, cosechó varios fracasos matrimoniales que le hicieron objeto de excomunión en 1O94; y se vio privado, por esta razón, de poder acudir a la Primera Cruzada. Sólo después de su muerte la realeza francesa podrá erigirse en un poder verdaderamente respetado por la feudalidad del país.
Luis VI (1078-1137) fue protagonista destacado de este proceso. Sus intervenciones políticas no carecieron de audacia: intento de arrebatar Normandía a Enrique I de Inglaterra que se saldó con una derrota militar en Brenneville (1119) o movilización de la opinión francesa contra las pretensiones alemanas en las marcas lorenesas. Los mayores éxitos, sin embargo, los obtuvo Luis VI en sus operaciones contra los señores (barones saqueadores) de l'Ile-de-France, núcleo fundamental del dominio real. Eran las familias de los Puiset, Marles, Montfort, Montmorency, etc. En sucesivas campañas de castigo el monarca fue sometiéndoles a su autoridad. El más peligroso de todos los barones, Tomás de Marle, que aterrorizaba los campos desde su castillo de Coucy fue reducido a la obediencia...
En tales operaciones, Luis VI contó con el apoyo de las comunas, cuya institución favoreció y, sobre todo, con el inestimable concurso de la Iglesia. Su principal consejero (y biógrafo) el abad Suger de Saint Denis se mantuvo en la mejor tradición de los eclesiásticos franceses al servicio del Estado. Tres lugares empezaron a ser respetados en Francia: Saint Denis, una de las más prestigiosas abadías; Reims, ciudad de la consagración de los monarcas; y París, que daba pasos decisivos como residencia permanente de éstos.
Luis VI fue el primer Capeto que intentó algunas intervenciones en el Mediodía de Francia realizando dos expediciones a Auvernia. El matrimonio de su hijo y heredero Luis (VII) con Leonor, heredera del ducado de Aquitania en 1137, fue el signo de cómo el interés de la realeza francesa por regiones hasta entonces ignoradas se había acrecentado. Sin embargo, los ulteriores avatares familiares y políticos harían de este acontecimiento uno de los factores de desestabilización en las relaciones anglo-francesas.